“¿Cómo evitar caer en lo folclórico, en lo pintoresco de la locura?”
Entrevista Nicolas Philibert por Patrick Leboutte, noviembre de 1996.
¿Cómo surgió la idea de la película?
Como punto de partida, fueron varias las personas que me sugirieron que visitara La Borde. Yo había oído hablar mucho de esa institución tan frecuentemente asimilada – sin razón – a la corriente antipsiquiátrica y, fundada, en realidad, en una visión muy particular de la locura, pero hasta entonces la idea de rodar una película en el entorno psiquiátrico nunca se me había pasado por la cabeza y necesité meses antes de decidirme a ir allí. La perspectiva de enfrentarme al mundo de los locos me asustaba y no veía cómo rodar una película en un lugar así sin pecar de intrusismo. Al fin y al cabo, ¡la gente va esos sitios para que la dejen en paz!
Sin embargo, ya durante mi primera visita, me impactó el ambiente del lugar: el recibimiento, el respeto por cada uno de los internos… No es moco de pavo verse en un manicomio, aunque sea como visitante: el sufrimiento, el desamparo de algunos no te dejan indiferente… Pero había un no sé qué de tranquilizador, ni batas blancas, ni tapias altas, un sentido comunitario muy fuerte, un sentimiento de libertad… Jean Oury, director de La Borde desde sus comienzos, me recibió y me interrogó a fondo sobre mis intenciones. Entonces carecía de intenciones y, por el contrario, le expuse mis reticencias ante la idea de filmar a locos. ¿Cómo evitar caer en lo folclórico, en lo pintoresco de la locura? ¿En nombre de qué interés superior podría yo filmar, con toda tranquilidad, a personas débiles, desorientadas, fragilizadas por el sufrimiento? Personas de las que quizá nunca supiera si eran conscientes o no de la presencia de la cámara y, menos aún, del impacto de las imágenes? U otras, incluso, para las que el hecho de que las filmaran podría alimentar un sentimiento de persecución o causar delirio o provocar un número ante la cámara?
Luego, curiosamente, durante las visitas siguientes, algunos internos y cuidadores empezaron a animarme. Si yo tenía tantos escrúpulos, decían ellos, era buena señal… Según ellos, las cuestiones que me planteaba tenían respuestas mucho más matizadas. No había que creer, decían algunos pacientes, que por el hecho de que sufrieran trastornos psíquicos o enfermedades mentales, iban a dejar que la cámara los instrumentalizara. En fin, mis prejuicios se desvanecieron poco a poco y los temores producidos por mis interrogantes se convirtieron en deseos de afrontarlos… Como si ese lugar, por la vigilancia que ejerce sobre sí mismo, hiciera posible, de repente, lo que en cualquier otro sitio hubiera sido claramente una impudicia.
¿Cuáles fueron las directrices iniciales que guiaron su trabajo?
Para cada una de mis películas busco una historia, una metáfora que me permita “trascender” la realidad. Siempre se trata de conseguir que surja un relato a partir del lugar que ocupo y de evitar el enfoque pedagógico del documental que muy a menudo condena por anticipado su lado más cinematográfico. Yo necesitaba ir más allá de la simple descripción de lo cotidiano y la aventura teatral que se preparaba me venía que ni pintada. Indudablemente eso sólo era un pretexto, un medio para llegar a algo más esencial, pero al menos ya había encontrado un auténtico hilo conductor. Además, a través del teatro tenía la oportunidad de estar cerca de la gente sin inmiscuirme en su intimidad. Por último, gracias al teatro podía darle a la película un toque de ligereza, incluso una cierta alegría, lo que me parecía muy importante. Evidentemente, la obra elegida tenía mucho que ver en ello.
¿Cómo se eligió la obra?
Eso es tarea de Marie Leydier, una actriz de teatro que forma parte del personal sanitario de La Borde. Ella había montado obras clásicas los veranos anteriores: Molière, Shakespeare… Aquel verano quería probar suerte con una obra contemporánea. Una mañana llegó con el texto de “Opereta”, de Witold Gombrowicz, y a pesar de la complejidad de la obra, su opción no tardó en imponerse.
He de confesar que, para mí, al menos al principio, la elección de la obra era algo secundario. Lo que me interesaba era más el trabajo que iba a realizarse que la obra en sí: teniendo en cuenta que no mostraría más que pequeños extractos, no me preocupaba que se siguiera la trama.
Sin embargo, desde los primeros ensayos, me pareció que “Opereta” resonaba de forma extraordinaria en el contexto de La Borde, como si la exuberancia de ese texto adquiriera una mayor amplitud en el escenario de la locura. Y en la película todo ocurre como si la parte más extravagante, la más loca, fuera cosa de la obra y no de los locos.
La música ocupa un lugar preponderante tanto en la obra como en la película ¿Cómo se elaboró?
En la obra, muchos pasajes están escritos para ser cantados, pero no hay una música predeterminada. Al principio, Marie pensaba utilizar aires de opereta conocidos para adaptar estas partes cantadas. Enseguida me opuse porque me iba a tener que enfrentar a enormes problemas de derechos de autor. Le propuse que habláramos con un amigo músico, André Giroud, que suele trabajar para el teatro. Por suerte, André estaba disponible… Vino varios días antes del rodaje y empezó a componer libremente a partir de los textos de Gombrowicz. Algunos internos sabían tocar un instrumento. André les propuso que formaran una pequeña orquesta para acompañar las canciones del espectáculo. Todas las mañanas se instalaban en un rincón del parque con guitarras, percusiones y, a veces, un pequeño órganos eléctrico y, cómo no, el acordeón. Todos los internos que pasaban por ahí podían tocar el instrumento que quisieran… Entre los más asiduos, dos o tres tenían una auténtica formación musical pero los demás eran principiantes. Desde la perspectiva de la representación teatral, cabe decir que era algo muy arriesgado, aunque sumamente ambicioso. ¡Pero qué más da! El proyecto estaba abierto a todos…
André no bajó nunca el nivel de exigencia y resultó ser increíblemente paciente. Durante las primeras semanas, aún no se planteaban empezar a ensayar la música del espectáculo, primero los músicos tenían que aprender a tocar juntos y a escucharse mutuamente, en resumen, cada uno, sin importar su nivel, tenía que encontrar su lugar en el grupo. André dirigía su “taller musical” todas las mañanas y por las tardes venía a los ensayos de la obra para ensayar las canciones con los actores. Los dos grupos – músicos y actores – sólo trabajaron juntos durante los últimos días.
¿El teatro tiene una función terapéutica?
Es una pregunta compleja. La noción de “cura”, como se concibe en La Borde, no se limita en absoluto a los medicamentos. Curar es ante todo tratar de vivir juntos, aunque preservando la singularidad, la identidad de cada uno. Desde esta perspectiva, las distintas actividades, incluso las más cotidianas, tienen un papel esencial: limpieza, preparación de las comidas, lavado de vajilla, planchado, centralita telefónica, danza, música, tertulias, contabilidad… o el teatro, por supuesto, son medios que se les dan a los internos para mantener un nexo con la realidad, ya que suelen tratar de evadirse de ella. Se trata de inventar objetos que permitan “crear ese nexo”. A estos efectos, el teatro es una aventura colectiva un tanto excepcional: el hecho de tener que ensayar diariamente durante dos meses, de meterse en la piel de un personaje, de memorizar el texto, de actuar con los demás, de aparecer ante el público es un desafío, cada cual tiene que abandonar su isla de soledad y dar lo mejor de sí mismo…
A veces, el aprendizaje de un texto se convierte en una lucha contra la fatiga o las neurolépticas. Algunos lo dejan en los primeros ensayos: tratamos de repescarlos. Otros, por el contrario, están mucho tiempo apartados; pero, de repente, en el último momento, a pocos días del espectáculo, quieren "formar parte" imperativamente: hay que inventar a toda prisa un papel para ellos, o se lo inventan ellos... Puede explicarse por qué, cada verano, que salga adelante la representación es un milagro. Sin embargo, sería un error creer que el teatro, como se utiliza en La Borde, está basado en una teoría de tipo “arte-terapia”: si hacemos teatro, es ante todo porque nos apetece. Es una de las muchas maneras de compartir algo.
Siguiendo este proyecto teatral – locura o no – primero muestra que se trata de un trabajo. Esta preocupación por el “trabajo” es un elemento común en todas sus películas. Estoy pensando, en particular, en “El País de los Sordos”, con esas largas escenas de aprendizaje de la palabra y, sobre todo, en “La Ciudad Louvre”…
Ante todo, la dimensión del trabajo interviene como proceso narrativo: se trata de mostrar que algo avanza, se va transformando a lo largo de la película. El trabajo siempre aparece como una prueba que los personajes tienen que superar, una especie de reto, de dificultades por resolver. Es lo que nos acerca a ellos. En este caso, cuanto más nos acercamos a la fecha de la representación, más nos implicamos y preocupamos por ellos: ¿cómo van a salir de ésta? De hecho, la cuestión de la locura pasa a un segundo plano, porque todos sabemos que cualquiera de nosotros, enfrentado a un texto así, no las tendría todas consigo.
El trabajo es lo que da una dignidad a las personas que filmo, porque exige que den lo mejor de sí mismas. Pero, incluso aún diría más: durante el rodaje, precisamente porque trato de captar esta exigencia, podemos establecer un intercambio con ellos. Porque rodar también es un trabajo... De ahí que no perciban la cámara como una intrusión en lo que están haciendo. Compartimos – por un tiempo – el mismo espacio, estamos inmersos en el mismo movimiento.
Paralelamente a la preparación del espectáculo, la película contempla situaciones muy cotidianas…
En primer lugar, había que mostrar que el teatro no era una finalidad en sí misma, sino que formaba parte de un contexto más amplio y que La Borde no era un establecimiento vacacional tipo Club Mediterranée sino un lugar de sufrimiento y de cura. Con teatro o sin teatro, en el fondo se trata de lo mismo: se trata de prestar atención a gestos aparentemente ordinarios, sin importancia; se trata hacerle un sitio al otro con los pequeños detalles de la vida cotidiana. De ahí el título: “Lo de menos”… La escena en la que Claude se corta la barba, la del dibujo de Sophie, o la de los zancos, todas inspiran un mismo sentimiento: que lo esencial se esconde a menudo detrás de las evidencias, de los hechos más anodinos. La atención que se presta a las cosas pequeñas refleja bien el espíritu que reina en La Borde y también es un elemento constante en mis películas.
Usted nunca muestra crisis, ni conflictos. Está claro que su película no trata de hacer crítica social, pero me imagino que estos conflictos se dan en La Borde como en cualquier otra parte... ¿No teme se le tache de dar una imagen un poco idílica del lugar?
La Borde, como tal, no es el tema de la película, sino el marco que la ha hecho posible. Es un lugar probablemente criticable desde muchos puntos de vista, pero no me interesaba tratar con detalle su funcionamiento, que es muy complejo… Apoyándome en una historia verdadera, he tratado de hacer, si puedo decirlo, una verdadera historia. Teniendo en cuenta que lo esencial era que resultaran atractivos los personajes que la encarnan, me he apoyado en La Borde para tratar de conseguirlo, matizando, de paso, algunas ideas recibidas.
Siempre habrá gente que opine que la película ofrece una visión demasiado plana de la locura o de un manicomio; gente para la que un “loco” debería sufrir 24 horas al día; gente que no se atreve a reírse cuando es gracioso, o que se siente culpable después de haberlo hecho… Puedo entender todo eso porque antes de llegar a La Borde yo quizá pensaba lo mismo… En cuanto al hecho de mostrar o no situaciones de crisis, confieso que no intenté explotar esa vena espectacular cuando las personas eran aún más vulnerables que de costumbre.
Al comienzo de la película, con esas siluetas que deambulan por el parque, no estamos muy lejos de los estereotipos…
Es verdad que uno puede sentirse “voyeur”: los personajes están filmados “a distancia”, en su soledad; son unos extraños para nosotros, como nosotros lo somos para ellos. Todos los clichés de la locura nos vienen a la mente en ese momento. Pero la película dibuja una trayectoria: poco a poco nos vamos acercando los unos a los otros, se produce un encuentro y los clichés se esfuman para dejar paso a las personas. Soy consciente de que estas primeras imágenes pueden parecer agresivas y violentas, pero es como si, para acabar con los estereotipos, primero hubiera que afrontarlos…
Y al final, se repiten las mismas imágenes…
Son unas imágenes muy parecidas, es verdad, pero creo que las vemos con un sentimiento muy distinto, porque, entre tanto, los personajes se han convertido en algo más cercano para nosotros. El hecho de volver a lo que hemos visto al principio sirve para subrayar el camino recorrido.
¿Cómo aceptó cada cual que le filmaran?
Salvo en las consultas médicas, nos dijeron que podríamos filmar libremente en la institución. A partir de ahí, dependía de las personas. Nosotros teníamos que saber hasta dónde llegar con cada uno.
Éramos un equipo pequeño, cuatro personas en total. Decidimos que no rodaríamos la primera semana. Queríamos conocer a la gente tranquilamente, explicarles nuestros métodos de trabajo, sin olvidar precisarles que la película se iba a estrenar en los cines: si algunos no querían que les filmaran, estaban en su derecho; todos tenían que sentirse libres y nosotros no les íbamos a pedir que se justificaran.
A pesar de haber tomado esas precauciones, el asunto no quedaba zanjado. Se siguieron planteando las mismas cuestiones con la misma agudeza, con la misma incertidumbre hasta el último día de rodaje. No porque hubiera una desconfianza particular hacia nosotros sino porque la mayoría de la gente sólo se manifestaba en un instante preciso, dependiendo de la situación, de cómo se sintiera en cada momento. Era muy variable y, a menudo, imprevisible: un interno podía autorizarnos para que lo filmáramos y cambiar de opinión o desaparecer un minuto después.
Con algunos era aún más complicado, porque resultaba imposible mantener una conversación coherente con ellos. El ejemplo de Claude es bastante significativo. Claude es ese hombre al que filmé mientras le pelaban la barba y que siempre da la impresión de encontrarse en un lugar muy lejano… Hasta ahí, solía ir a verle y me quedaba a su lado. Me resultaba muy conmovedor… Quería rodarle pero tuve que esperar cinco o seis semanas antes de que me hiciera entender, a su manera, que no se oponía.
De una escena a otra, y en función de cada uno, había que encontrar, por tanto, el dispositivo adecuado. Cuando filmaba una reunión, establecíamos un ángulo muerto, un fuera de campo, para que todo el mundo pudiera asistir. Con los ensayos de teatro era más difícil, por los movimientos; sobre todo porque “Opereta” tiene muchas escenas de grupo. Por suerte, los que querían actuar en la obra solían aceptar la cámara. Con una excepción: uno de los músicos no quería que le rodáramos. En todos los ensayos conseguí que dejarle "off"; y el día de la representación, decidimos que todos los músicos llevaran máscaras.
En la película usted no hace distinción entre internos y personal sanitario…
En primer lugar, es una de las particularidades de La Borde. No hay ninguna señal distintiva, al menos no instituida como tal. Casi siempre, por supuesto, la locura se lee en las caras y en los gestos. Pero La Borde también recibe a gente como usted y yo, que simplemente está pasando una mala racha en un periodo de su vida. Además, como los internos tienen responsabilidades en la institución, uno nunca sabe a qué atenerse. De hecho, al cabo de los años, alguno de los "atendidos” se ha convertido en “atendedor”…
Yo nunca traté de saber quién era quién y tampoco preguntaba a nadie por su pasado. Nunca se filma a la gente en función de sus antecedentes o de su patología. Admito que algunas secuencias, sobre todo los ensayos teatrales, dejan que planee una duda sobre la identidad de algunos… ¿Pero qué? ¿Acaso tenía que añadir un subtítulo - esquizofrénico, paranoico, psiquiatra, enfermero – cada vez que una cara nueva aparecía en la pantalla?
No voy a fingir que creo que no hay fronteras entre unos y otros, pero la película no entra en eso. El hecho de no poder clasificar a ciertos personajes evita justamente que se les juzgue a priori. ¡Si eso desconcierta a algunos espectadores, cuánto lo siento! Ya sé que es cómodo y tranquilizador para uno mismo introducirse en el sufrimiento ajeno. Pero, al fin y al cabo, la frontera no es siempre tan clara, porque hay algo del otro en nosotros.
¿Los protagonistas han visto la película? En caso afirmativo, ¿cuál fue su reacción?
El pasado mes de septiembre, organizamos una gran proyección en un cine de Blois - la ciudad más cercana - para todos los “labordianos”, sus familias y amigos y, evidentemente, el equipo de rodaje. Había un ambiente muy festivo, era muy emocionante volvernos a ver todos. La película fue muy bien acogida, me sentí muy feliz por no haber traicionado su confianza.
Obviamente, durante toda la proyección, estaba impaciente por descubrir las reacciones de unos y otros. Me esperaba que los personajes de la película, impresionados por su propia aparición en la pantalla, o por los recuerdos personales que tenían de esta aventura, reaccionaran un poco como si descubrieran una película familiar, sin darse cuenta, obligatoriamente, de la medida del conjunto. Pero, pasados los primeros minutos, las reflexiones, las risas se acallaron… Y cuando se encendió la sala, me impresionó constatar, sobre todo en los internos, que su atención no se había limitado a su propia persona.
¿Ha pensado en dar el salto algún día a la ficción?
No excluyo esa posibilidad pero no tengo la impresión, porque mis películas pertenezcan al género documental, de hacer un cine de “saldos”. No me interesa rodar siguiendo un guión escrito completamente con antelación, en donde todo vaya sobre raíles. Prefiero una cierta fragilidad, ese puntito de riesgo que caracteriza a lo que se inventa día tras día sin saber cuál será la salida. En el cine, la belleza no se convoca con cita previa. Cuando ésta se desliza en una película, muy a menudo es por efracción…
¿Documental? ¿Ficción? Para mí, esa pregunta no necesariamente tiene gran interés. Desde hace tiempo pienso que, si hay dos maneras de hacer películas, la frontera no está a ese nivel, sino entre dos actitudes en la manera de confiar en el relato. Están los cineastas que creen en el encuentro con el otro y los que no creen en él. Ficción o no, una película siempre es una interpretación, una reescritura del mundo. Por desgracia, a los documentales les persigue la noción de “cruda realidad”, es así como mucha gente los descalifica como películas, es decir como metáforas, capaces de narrar el mundo como cualquier ficción. Es un prejuicio tenaz. Por eso trato de no decir, cuando hablo de la película: “es un documental sobre locos”. No es que no quiera llamar al pan, pan, pero dicho así, de manera brusca, ese tipo de fórmulas pueden espantar al público. La gente podría pensar que es una película para despertar un sentimiento de piedad, pensar: “Es una película con moralina o de esas que buscan la lágrima fácil”.
Para concluir, ¿cómo definiría el tema de la película?
El hecho de que, desde el comienzo de esta entrevista, no haya dejado de evocar la relación con los que he filmado, no es una casualidad: creo que es el tema de la película. ¿Una película sobre la locura? Por supuesto que no. ¿Sobre la psiquiatría? Aún menos. ¿Sobre el teatro? Ésa es más bien la excusa… En vez de rodar una película “sobre”, hice una película “con y gracias a”: con locos, y gracias a La Borde. Si tuviera que definir el tema, diría que es una película que habla de lo que nos une al otro, de nuestra capacidad – o incapacidad – para hacerle un sitio. Y, para terminar, de lo que el otro, en su extrañeza, puede revelarnos sobre nosotros mismos…